La gesta del muerto es el segundo título de la trilogía "FUBARBUNDY".
La publicación está prevista para mediados de enero de 2015.
Os adelanto la portada.
domingo, 28 de diciembre de 2014
jueves, 4 de diciembre de 2014
FUBARBUNDY: LA ÚLTIMA PANDEMIA
Ya está a la venta en www.amazon.es el libro apocalíptico que estabas esperando. Si quieres comprarlo pincha aquí.
Aquí os dejo la book-movie del libro, para que vayas abriendo boca.
SINOPSIS
Un virus. No hay cura. No hay vacuna. Todo intento por
contener la epidemia es inútil. En pocas semanas la práctica totalidad de la
humanidad está infectada. El "Fubarbundy" corre por sus venas
transformándolos en seres brutales, sin mente, sin alma. Grupos reducidos de
personas luchan por sobrevivir en una guerra desigual por evitar la extinción.
Esta es su historia.
Ambientada en un Madrid devastado y lleno de
infectados hambrientos, este libro te sumergirá en una aventura que te
enganchará desde la primera página y te sacudirá el alma. Sentirás que estás con
los protagonistas, a su lado, experimentando su miedo, su dolor, su desesperación...
su esperanza. No querrás abandonarlos a su suerte y caminarás junto
a ellos por una tierra que ya no es nuestra.
domingo, 14 de septiembre de 2014
jueves, 11 de septiembre de 2014
LECTURAS MÍNIMAS (a la venta en formato eBook en www.amazon.es)
Lecturas mínimas
Un libro mínimo, algo menos de tres mil palabras. Veinticinco microrrelatos
divididos en cinco bloques. Vistazos a la vida. Lecturas ínfimas que albergan historias
inmensas y complejas.
Ya a la venta en formato eBook en www.amazon.es
miércoles, 20 de agosto de 2014
MICRORRELATOS 3, "SEÑALES"
A veces percibimos signos o señales que nos llevan a conclusiones reales o imaginadas, o a razones perturbadoras.
PIEL
La luna llena entraba por la ventana
abierta.
Como una gasa su luz acarició la
piel desnuda. Luis miraba hipnotizado cómo producía suaves sombras en la cadera
descubierta, sobre los hombros, derramada entre el hueco de la clavícula.
El joven despertó y se desperezó con
desparpajo.
—¿Qué haces ahí sentado?
—Me levanté pronto.
—Las chavalas de anoche, que te rondan
la cabeza.
—Sí, estaban buenas.
—Ya lo creo —concluyó su amigo y
salió de la cama, desnudo, camino de la ducha.
Luis sintió un escalofrío y un leve
sofoco, los mismos que producen la mentira y los remordimientos.
Podéis leer más historias como esta en el libro "Lecturas mínimas" ya a la venta en formato eBook en www.amazon.es
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lunes, 4 de agosto de 2014
MICRORRELATOS 2: "PALABRAS"
Aquí tenéis un microrrelato del libro "Lecturas mínimas" que podéis adquirir en formato eBook en www.amazon.es
CANÍCULA
Fermín oyó decir a su mujer la palabra “canícula” y
supo que le engañaba.
Fue una tarde de domingo, verano, con todas las
ventanas de la casa bajadas para evitar el sol y dejar el calor fuera.
—Con esta canícula no hay quien salga a la calle.
Dijo su mujer, y Fermín se quedó helado.
Esa noche, apoyado en el quicio de la ventana, fumando
mientras contemplaba la estrecha y miserable calle a la que daba su casa, determinó
que las palabras no nacen de uno mismo, sino que son puestas en nuestras bocas,
a veces con un beso.
martes, 15 de julio de 2014
REENCUENTRO
Un toro sin herrar recorre la
dehesa.
El bravo animal, negro zaino, saborea el aire con olor a olivos y encinas
mientras sacude la cornamenta con su robusto cuello.
A lo lejos ve una figura
acercarse y sus poderosos músculos se tensan.
El hombre lleva el paso sereno
y camina hacia él.
¿Quién me reta?, piensa la bestia, ¿quién osa invadir mi
territorio?
Nervioso levanta la testuz, resopla desafiante...
Nervioso levanta la testuz, resopla desafiante...
... y decide embestir.
De pronto le
llegan recuerdos y se detiene. Un paño rojo, un agudo dolor en el morrillo, el
acero que le atravesó el corazón.
El hombre se acerca al gran macho con respeto y admiración, pero sin miedo. Luego fija la vista en
el sol que se oculta, incendiando el horizonte y tiñendo el campo de color albero.
Con mano decidida acaricia la frente rizada del toro y susurra, “Ya estoy aquí querido amigo”.
Y el noble animal agacha la cabeza y humilla, porque sabe que está viendo a un
torero.
En memoria de Manuel Cuevas Castro,
mi padre.
domingo, 29 de junio de 2014
Primer capítulo del libro "Cuando aún no existías"
1. LOS MENSAJES
Todo
empezó el día que confundí una hoja de balance con un folio en blanco. La tomé
por el reverso y sólo vi un espacio finito y vacío que me invitaba a romper la
monotonía del blanco. Escribí, casi sin darme cuenta, algo que en ese momento
no entendí, una frase que formaba parte de una serie de mensajes que, en forma
de criptogramas fueron apareciendo en días sucesivos, pero que no comprendería
hasta pasado algún tiempo. El texto, dos líneas ligeramente inclinadas pero
paralelas, decía:
"Tengo que
acordarme de este momento porque alguna vez lo entenderé".
Me impactó
profundamente, un psicólogo lo hubiera comparado con el efecto que produciría
la visión lejana de una fiesta en un maníaco-depresivo.
Me
quedé mirando la misiva contrariado tanto por el contenido como por la
caligrafía. No me cabía ninguna duda de que había sido escrito por mí y, sin
embargo, la letra, aunque se asemejaba a la mía, no me pertenecía enteramente.
Volví la hoja, las columnas mecanografiadas por mi secretaria mostraban el
balance del mes de octubre; el grosor del folio impedía distinguir si en el
reverso había algo escrito, por eso volví de nuevo la hoja para mirar el otro
lado y contemplar su contenido de tinta, cuál era ahora el anverso y cuál el
reverso. Me dio por pensar que quizá todo fuese cuestión de dimensiones, o de
zonas. Yo hasta entonces había permanecido en el anverso de las cosas,
entendiéndose por ello el lado más evidente, más racional, menos complicado; y
de pronto había encontrado la puerta del reverso, comprendiendo éste un lugar
menos manejable pero más interesante, más rico. Balbucía aún en esa zona nueva
para mí y por eso no entendía aquel informe de caligrafía desconocida. Como un
recién nacido que contempla por primera vez a su madre, observé tembloroso mi
futuro, aunque en ese momento no lo sabía. Tomé una pequeña libreta de piel
marrón que encontré en el cajón y en la que no había reparado antes. Revisé a
conciencia para cerciorarme de su vaciedad absoluta: todas sus hojas estaban en
blanco tanto por el anverso como por el reverso. Transcribí la frase del folio
a la libreta con el mismo rotulador. Las dos líneas se convirtieron en tres
aunque su contenido pasó intacto a pesar del viaje que lo maximizaba. Guardé
la libreta junto al rotulador en el bolsillo de la chaqueta que colgaba del
perchero, de aluminio con brillo opaco, regalo de mi mujer, y pensé que aquel
cadáver neutro de piel tostada, carne de celulosa y alma en ciernes de tinta,
había salido del cajón para vincularse a mí y ayudarme, al menos, durante algún
tiempo. Me quedé mirando el perchero momentáneamente y de pronto caí en la
cuenta de que mi despacho estaba lleno de regalos de cumpleaños. Me bastó un
corto recorrido con la mirada sobre la mesa para descubrir una pluma de plata,
un ataché de piel de venado, un pisapapeles de caoba que representaba un
elefante con la trompa levantada, y una pequeña escultura de hierro y cemento
que desafiaba las leyes de la gravedad ocupando la esquina más alejada. Más
allá de la mesa continuaba encontrando elementos que conmemoraban años de mi
vida y de mi trabajo: el citado perchero, una planta tropical de aspecto brutal
de más de dos metros de altura que conocí cuando apenas medía un palmo, varios
marcos de fotos recordándome que no estaba solo en el mundo, una lámpara de pie
halógena, verde óxido, que nunca encendí; y el último descansaba dentro del
bolsillo de la chaqueta, junto a la libreta, compartiendo el mismo espacio, un
teléfono móvil que Petra me regaló el día de nuestro aniversario de bodas,
hacía seis meses. Sólo recibía llamadas suyas, era comprensible, nadie más
conocía el número.
La
mañana fue tranquila en el banco y pude seguir pensando en el asunto de los
regalos. Tras enumerar los que hallé entre las cuatro paredes de mi despacho
traté de recordar otros. La tarea no fue fácil, pero después de algún esfuerzo
llegaron a mi memoria dos: una colección de cintas de vídeo de la naturaleza y
una bicicleta de montaña que nunca utilicé, al igual que la lámpara oxidada.
Caí en una desazón metafísica al percatarme de estar limitado por un entorno
físico, como si yo sólo pudiera ser definido por ese despacho. Lamenté que
cerca de doblar la última esquina de la
madurez no hubiese sido capaz de darme cuenta de esa realidad. Hubiera querido
que en ese momento sonara el teléfono móvil con su previsible interlocutor, o
el subdelegado llamara a la puerta reclamando mi presencia, o escuchar por el
interfono la voz de mi secretaria con ese acento entre meloso y danzón, para
que la perturbación me sacara de una situación que empezaba a no gustarme. Los
elementos parecían confabulados para abandonarme a mi íntimo pensamiento y a
una reflexión inevitable sobre la vida pasada, que es aquella que más
claramente es capaz de demostrarnos lo estúpidos que somos.
Vencido
sobre la mesa sentí mis dedos evolucionar sobre el teclado del ordenador. Al
tiempo, en la pantalla, iban apareciendo letras que se unían en palabras, y
palabras que a su vez se disponían perfectamente para constituir con rapidez un
mensaje: "La vida del hombre se
desarrolla en un mundo real simple de pensamientos complejos". Con una
sorpresa controlada transcribí el texto a la libreta y borré la pantalla. Me
estiré con el rotulador en la mano y recorrí mis brazos con la mirada, y ese
gesto dirigido hacia mi mismo hizo que me sintiera bien por primera vez en la
mañana.
Hubo
de pasar aún algún tiempo hasta que algo interrumpiera aquel acto de soledad.
—Don Pablo, ¿quiere que le lleve su café? Son
las once y veinte y como usted siempre lo toma a las once...
La
voz de Lucía en trance de disculpa sonó metálica pero sin perder su ritmo ni su
cadencia, era una voz profesional.
—Hoy no tomaré café.
—¿Está seguro? Siempre dice usted que no puede
pasar la mañana sin él.
Los
ritos, las costumbres, o sea, la rutina, dotan a la vida de un sentido de
satisfacción, de plena aceptación, de seguridad. Corroboran nuestro triunfo
sobre la incertidumbre de los hechos, y nos marcan el camino hacia una vida
sosegada a la que hemos ido llegando a través de logros personales. Por eso
cuando uno mira su despacho y ve un cuarto repleto de muebles y libros,
lámparas y cuadros, el sillón marrón de amplios apoyabrazos de cadáver animal
sobre el que se sienta; ve definitivamente objetos canallas que muestran su
presencia con la hostilidad que sólo las cosas inanimadas son capaces de
conseguir para componer, con una perfección absoluta, la esencia misma de lo
ajeno. Cuando uno mira a su alrededor y ve eso debe de saber inmediatamente que
lo primero que tiene que eliminar son los gestos rutinarios, antes que las
cosas.
—Hoy no tomaré café, gracias.
Me
quedé de nuevo solo en aquel lugar extraño. Se había hecho un silencio relativo
tras la conversación con mi secretaria y ese vacío invitaba a la observación,
a una observación interpretativa. La habitación en la que me encontraba, vista
objetivamente, rebosaba buen gusto en general. El suelo de madera combinaba
perfectamente con el color albero de las paredes y con los muebles. Los
cuadros, armoniosamente colocados, evitaban el desasosiego que una pared vacía
despierta en una persona ordenada, y desempeñaban su función decorativa. Todos
los elementos, en suma, cumplían a la perfección el cometido para el que fueron
creados. Incluso yo parecía haber sido concebido para formar parte del
conjunto. Se me hacía, por tanto, difícil determinar el motivo por el cual
aquel lugar había comenzado a hostigarme. El día anterior había trabajado hasta
tarde en aquel mismo despacho sin haber notado nada. La verdad es que siempre
me había gustado, lo creía acogedor y elegante, el resultado de un relativo
éxito profesional, el envoltorio material de mi cuerpo y a la vez, el refugio
de mi alma. Hasta el día anterior así fue, y había empezado a dejar de serlo
justo en el momento de recibir el primer mensaje. Aquellas líneas eran pues las
causantes, las detonantes, más bien, de un prodigio que escapaba a mi raciocinio.
La mañana comenzaba a pesarme demasiado y deseé que acabara cuanto antes, pero
el reloj me sugirió que el tiempo no hace excepciones con nadie y me mostró, en
su simple arquitectura, mi futuro más próximo y su duración exacta.
Me
arrepentí de no haber tomado el café y estuve tentado de pedírselo a mi
secretaria, pero al final no lo hice. En su lugar encendí un cigarrillo y lo
fumé lentamente. El humo llegaba a la boca y permanecía allí hasta que
necesitaba respirar, entonces aspiraba profundamente la niebla estancada
mezclada con oxígeno y sentía cómo el conjunto atravesaba mi garganta,
continuaba por los bronquios e invadía los pulmones. Aquel humo dejó en mi boca
el sabor acre de mi primer cigarro y la sensación de sequedad, el pálpito del
furtivismo adolescente. La última calada, apurada hasta el filtro, la sentí muy
lejana en mi memoria, y la última exhalación pareció expulsar algo más que el
humo de mi interior. Con un gesto rescatado del pasado arrojé la colilla con
destreza, describiendo una parábola perfecta para que quedara alojada en la
parte alta de la lámpara de pie. El desasosiego parecía haber desaparecido y
poco a poco fui recuperando el control de la situación. La mañana no debía ser
mejor o peor a otras muchas como ella. La angustia de momentos antes la atribuí
a problemas físicos más que a influencias de conciencia. Olvidé la libreta,
reacomodé la idea de los regalos y el despacho volvió a ser el mismo lugar
tranquilizador que había sido siempre. Mi triunfo ante los hechos ocurridos me
reportó un deseo de trabajo que activó hasta la última fibra de mi cuerpo y anuló
mi recuerdo, confundiendo en el acto un signo de debilidad con un inesperado y
súbito hálito de energía.
Salí
de mi despacho y recorrí la sucursal con la mirada del que busca la pincelada
precisa para determinar en un cuadro su autor. Todo parecía perfecto, la música
intencionadamente baja del hilo musical que cumplía la función de eliminar el
ruido insoportable del silencio absoluto, el mármol ambarino combinado con el
cristal de seguridad para formar la barrera ideal entre el deseo y la
necesidad. Lucía fue la primera persona que detectó mi presencia, y con un
gesto firme pero medido le indiqué con la mano que lo que tuviera que decirme
podía esperar, antes tenía que cerciorarme de que mi triunfo sobre la
conciencia era total. Curioseé sin ser visto, a través de las persianas, el
interior del despacho de Luis, mi subdelegado, y le vi volcado sobre la
pantalla del ordenador en su típica actitud de animal acechante y, aparte de su
brillante coronilla, nada me llamó la atención. Abrí la puerta de seguridad y
anduve por la zona reservada a los clientes. Recorrí el espacio lentamente, con
el temor absurdo de descubrir algo que no aceptara mi presencia o que ese algo
no fuera aceptado por mí. Como era lógico mi paseo había despertado un cierto
interés en los empleados; sus ojos me seguían a cada paso y creí notar algo más
que curiosidad en sus miradas. Me pareció que en aquellos momentos sus ojos
expresaban sorpresa y una cierta reserva, la misma que tenemos ante el
desconocido que vemos por primera vez. Aquel hecho fue lo único inquietante que
descubrí tras la inspección del que había sido mi lugar de trabajo durante
quince años. Mi pasado estaba allí, mi presente también y, con toda seguridad,
mi futuro.
Volví
a mi despacho y revisé los informes que me había llevado Lucía. El cometido no
me llevó más de una hora, transcurrida la cual me encontré de nuevo
contemplando la niebla gris blanquecina de mi cigarro. Fumé con lentitud, pero
esta vez no me supo más que a humo alquitranado y a papel quemado.
De
pronto se abrió la puerta y apareció el traje azul de Luis, y dentro, el propio
Luis. Parecía nervioso. No era un hombre corpulento, pero una estructura ósea
excesivamente ancha combinada con una chaqueta de hombros rectos le proporcionaban
un volumen que no tenía. Luis trabajaba conmigo desde hacía más de ocho años.
Su mujer y la mía se habían hecho grandes amigas a fuerza de encontrarse en
las aburridas fiestas que daba el banco. Habían sido muchas las veces que
habían venido a cenar a casa y también numerosas las ocasiones en que Petra,
los niños y yo habíamos pasado el fin de semana en su casa de la sierra, cerca
de Guadalajara. Podría decirse que nuestra relación trascendía a la propiamente
laboral, incluso llegamos a compartir ciertas intimidades acerca de nuestras
mujeres, detalles íntimos que fuera de un contexto de amistad podrían haberse
interpretado de mal gusto. No recordaba cuándo había empezado a verlo como a algo
más que a un compañero de trabajo, tampoco sabía por qué de pronto había pasado
a ser tan sólo eso. Cuando me miró directamente a los ojos tuve la impresión
de que él experimentaba la misma sensación que los empleados de las
ventanillas.
—Pablo, creo que hay un fallo en el sistema.
Su
flequillo se precipitó premonitoriamente sobre su frente cuando se apoyó sobre
mi mesa y acercó su cabeza a la mía. Le vi más viejo que nunca, y las arrugas
en su chaqueta delataban la vacuidad de la tela y la realidad de su contenido.
Quizá era yo quien miraba de otra manera.
—¿Cómo dices? —acerté a decir confiriendo a mi
pregunta el grado de sorpresa esperado que curiosamente debí esforzarme en
aportar.
—Creo que es un fallo en la conexión
telefónica o algo peor si cabe. Los terminales se han bloqueado, no se puede
hacer ninguna operación y unos signos ilegibles ocupan las pantallas. Es un desastre.
Me
abatí sobre el sillón alejándome de su rostro y realicé una pregunta obvia.
—¿Has llamado a la Central?
—Desde luego. Dicen que el problema es
nuestro, que tenemos que cerrar hasta que se solucione. Eso venía a decirte,
acabo de cerrar al público.
Asumí
el acontecimiento que para Luis parecía devastador con una tranquilidad
absoluta. No cabía duda de que el hecho era grave, pero su intensidad fue
matizada por mí con un talante que, aparte de sorprenderme, me resultó muy
grato. Actué sobre el teclado para comprobar el desastre, solicité un número de
cuenta al azar y, en lugar de aparecer unos datos perfectamente alineados,
irrumpieron en la pantalla unos signos que danzaban arbitrariamente sobre el
lienzo azul de luz catódica.
—Lo ves —gritó Luis a mi espalda y vi su
rostro de gárgola catedralicia reflejado en la pantalla.
Las
letras continuaron danzando durante unos instantes hasta que algunas de ellas
comenzaron a tomar posiciones fijas. Poco a poco se fue componiendo en el
centro de la pantalla un par de líneas que cobraban sentido y se hacían
legibles. Luis parecía no verlo y seguía hablando sobre lo que se nos venía
encima. Una frase terminó formándose en el centro de un caos de letras que
giraban alrededor del mensaje. Señalé la pantalla con el dedo y Luis se acercó
y calló de repente.
—Menudo desastre, Pablo, menudo desastre.
Estaba
claro que no veía más que una pantalla repleta de letras danzantes y estaba
claro, por tanto, que el mensaje era sólo para mí. Con gesto de resignación
tomé la libreta y ante la mirada contrariada de Luis anoté: "Hay que abandonar a todos cuantos nos
rodean habitualmente para empezar de nuevo, al menos el tiempo necesario para
que se produzca el hecho, sólo entonces podremos volver con ellos, si aún nos
interesan".
Me
resigné pues a la evidencia de los mensajes. Pensé en su significado total, no
en su contenido parcial. Busqué su relación absoluta conmigo. Mientras Luis
ejercía de capitán tratando de salvar el barco de un naufragio, yo me limitaba
a respirar dentro de un cuerpo confundido. Una angustia lejana me había
invadido repentinamente y sentía una presión que evolucionaba de mi interior a
mi exterior con un bullir de sensaciones añejas. Vibraba mi pecho por el latir
acelerado del corazón y el cráneo retenía a duras penas un magma de
pensamientos olvidados.
De
vez en cuando Luis entraba y salía de mi despacho y me informaba, yo sólo
prestaba una atención puramente contemplativa. Una de las veces entró en
mangas de camisa y con la corbata desabrochada, su rostro había pasado del
blanco neutro al rosa comprometido, quizá fue intuición ver un gesto de
triunfo.
—Ya está.
—Ya está, qué —respondí retirando con la mano
una nube de humo.
—Lo he logrado Pablo, el sistema funciona de
nuevo.
Era
normal que no me hiciera partícipe de un logro en el que no había tomado
partido. Durante el caos no había salido del despacho, y me había limitado a
interpretar distintos gestos y sonidos cada vez que Luis irrumpía en mi
despacho. Recordé el tiempo en que yo fui subdelegado, entonces deseaba el
puesto de director como quien desea la luna, y esa misma luna fue la que vi en
sus ojos en ese momento.
—Quiero inmediatamente un informe de lo
sucedido.
Se
le borró el satélite de la mirada y se retiró dócilmente. Había actuado de
director a tiempo y había evitado una toma de posición compartida. En eso
consistía mi trabajo fundamentalmente, en mantener las distancias y en pedir
informes.
La
mañana por lo demás transcurrió con un ritmo pastoso que cargó la atmósfera y
confirió al entorno unas cualidades de lugar abandonado y remoto.
Encendí
un cigarro y sonó el teléfono.
—Pablo, ¿estás ocupado?
—No —contesté a Petra saliendo de un estado
crepuscular en el que empezaba a acostumbrarme a estar.
—Han llamado tus padres. Quieren saber si
iremos a verlos el fin de semana.
—Petra.
—Dime
—¿Qué fue lo último que me regalaste?
—¿Cómo?
—Lo último que me regalaste, ¿qué fue?
—Pero Pablo, ¿eso a qué viene? Te hablaba de
tus padres.
—Ya, pero contéstame primero esto —doté a la
frase de un tono casi infantil, de súplica. Una pausa de silencio humano se
creó entonces.
—¿El último regalo... ? —Petra ganaba tiempo
cuestionando de nuevo; nos sentimos culpables de lo olvidado. Sin esperar a mi
afirmación completó la frase—... una pluma de plata, ¿es que ya no te acuerdas?
Por tu cumpleaños.
—Petra, después hablamos de mis padres, cuando
llegue a casa lo hablamos, ahora tengo que dejarte.
Miré
de nuevo el reloj y vi la jornada concluida. Cuando salí a la calle tuve la
sensación de que el día se inauguraba para mí, y los rostros abocetados de la
gente me confirmaron que la felicidad relativa se alimenta de rutina relativa.
Si quieres seguir leyendo pincha aquí.
Prólogo del libro "Los herméticos"
Sólo cuando duerme soy capaz de levantarme de la
cama y huir del sudor espeso y el olor agrio que impregnan las sábanas. Deslizo
los pies hasta el suelo y busco las zapatillas. En la oscuridad camino desnuda
soportando el frío de madrugada, y tanteando con la yema de los dedos alcanzo
el marco de la puerta y presencio, en penumbras, el salón que me espera. El
cuero helado del sillón hiere mi piel, la aturde, la adormece, la eriza; hasta
que al final es ésta la que recobra el mando y transmite su calidez para
conseguir que la piel muerta y la viva compartan un mismo cuerpo, lo envuelvan
y latan juntos. Recupero poco a poco la conciencia de las heridas y las lamo en
la oscuridad esperando que hayan sanado por la mañana. Escupo mis manos, la
saliva es el bálsamo curativo, el remedio para las tremendas llagas. Los dedos
sanan mi mal hasta el punto de hacer que lo olvide, que crea que nunca existió.
El cuerpo queda limpio de estigmas, de olores efervescentes y del recuerdo de
presiones chatas y desordenadas: se libra al fin de la mentira.
Empieza a
amanecer.
La luz vibra
sobre mis manos y voluntariamente las calienta. Tomo entonces el libro oculto
tras otros libros, lo oriento hacia la ventana y leo con la respiración
contenida por el temor absurdo de poder despertarlo, con el miedo agarrado a
las entrañas. Transpiro a cada paso de hoja y mis latidos resuenan en la
estructura hermética que delimita mi existencia. Releo una y otra vez los
párrafos señalados buscando sus secretos, descubriendo sus costuras. Intento
comprender por qué me hacen temblar, por qué consiguen reproducir tan
claramente sensaciones olfativas, auditivas, táctiles. Mi carne tiembla y se
humedece por unos renglones marcados a lápiz. Unos gemidos ahogados y mordidos
hasta la sangre dejan paso a la calma relativa de una mañana de domingo.
Tengo sueño.
Me recuesto sobre el sofá, arropada por los brazos
de mil amantes imaginarios y cierro los ojos.
Amanece y yo me duermo. Hoy será otro día.
Se levantó satisfecho, con el pelo
revuelto y el vientre hinchado. Manoseó su sexo y sonrió al notar en sus dedos
el olor a esperma. No se sorprendió al encontrar a su mujer dormida sobre el
sofá. Tomó el libro caído en el suelo. Un libro de mediano tamaño, de pastas
negras. Lo abrió y leyó los párrafos subrayados. Contrariado volvió a rascarse
el sexo y, evitando hacer ruido, dejó el libro en el suelo, en el mismo lugar
exacto.
Si queréis leer el libro completo pinchad aquí.
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