Prólogo del libro "Los herméticos"
Sólo cuando duerme soy capaz de levantarme de la
cama y huir del sudor espeso y el olor agrio que impregnan las sábanas. Deslizo
los pies hasta el suelo y busco las zapatillas. En la oscuridad camino desnuda
soportando el frío de madrugada, y tanteando con la yema de los dedos alcanzo
el marco de la puerta y presencio, en penumbras, el salón que me espera. El
cuero helado del sillón hiere mi piel, la aturde, la adormece, la eriza; hasta
que al final es ésta la que recobra el mando y transmite su calidez para
conseguir que la piel muerta y la viva compartan un mismo cuerpo, lo envuelvan
y latan juntos. Recupero poco a poco la conciencia de las heridas y las lamo en
la oscuridad esperando que hayan sanado por la mañana. Escupo mis manos, la
saliva es el bálsamo curativo, el remedio para las tremendas llagas. Los dedos
sanan mi mal hasta el punto de hacer que lo olvide, que crea que nunca existió.
El cuerpo queda limpio de estigmas, de olores efervescentes y del recuerdo de
presiones chatas y desordenadas: se libra al fin de la mentira.
Empieza a
amanecer.
La luz vibra
sobre mis manos y voluntariamente las calienta. Tomo entonces el libro oculto
tras otros libros, lo oriento hacia la ventana y leo con la respiración
contenida por el temor absurdo de poder despertarlo, con el miedo agarrado a
las entrañas. Transpiro a cada paso de hoja y mis latidos resuenan en la
estructura hermética que delimita mi existencia. Releo una y otra vez los
párrafos señalados buscando sus secretos, descubriendo sus costuras. Intento
comprender por qué me hacen temblar, por qué consiguen reproducir tan
claramente sensaciones olfativas, auditivas, táctiles. Mi carne tiembla y se
humedece por unos renglones marcados a lápiz. Unos gemidos ahogados y mordidos
hasta la sangre dejan paso a la calma relativa de una mañana de domingo.
Tengo sueño.
Me recuesto sobre el sofá, arropada por los brazos
de mil amantes imaginarios y cierro los ojos.
Amanece y yo me duermo. Hoy será otro día.
Se levantó satisfecho, con el pelo
revuelto y el vientre hinchado. Manoseó su sexo y sonrió al notar en sus dedos
el olor a esperma. No se sorprendió al encontrar a su mujer dormida sobre el
sofá. Tomó el libro caído en el suelo. Un libro de mediano tamaño, de pastas
negras. Lo abrió y leyó los párrafos subrayados. Contrariado volvió a rascarse
el sexo y, evitando hacer ruido, dejó el libro en el suelo, en el mismo lugar
exacto.
Si queréis leer el libro completo pinchad aquí.
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