domingo, 29 de junio de 2014

Primer capítulo del libro "Cuando aún no existías"





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1. LOS MENSAJES





Todo empezó el día que confundí una hoja de balance con un folio en blanco. La tomé por el reverso y sólo vi un espacio finito y vacío que me invitaba a romper la monotonía del blanco. Escribí, casi sin darme cuenta, algo que en ese momento no entendí, una frase que formaba parte de una serie de mensajes que, en forma de criptogramas fueron apareciendo en días sucesivos, pero que no comprendería hasta pasado algún tiempo. El texto, dos líneas ligeramente incli­nadas pero paralelas, decía:
"Tengo que acordarme de este momento porque alguna vez lo entenderé". 
Me impactó profundamente, un psicólogo lo hubiera comparado con el efecto que produciría la visión lejana de una fiesta en un maníaco-depresivo.
Me quedé mirando la misiva contrariado tanto por el contenido como por la caligrafía. No me cabía ninguna duda de que había sido escrito por mí y, sin embargo, la letra, aunque se asemejaba a la mía, no me pertenecía enteramente. Volví la hoja, las columnas mecanografiadas por mi secretaria mostraban el balance del mes de octubre; el grosor del folio impedía distin­guir si en el reverso había algo escrito, por eso volví de nuevo la hoja para mirar el otro lado y contemplar su contenido de tinta, cuál era ahora el anverso y cuál el reverso. Me dio por pensar que quizá todo fuese cuestión de dimensiones, o de zonas. Yo hasta entonces había permanecido en el anverso de las cosas, entendiéndose por ello el lado más evidente, más racio­nal, menos complicado; y de pronto había encontrado la puerta del reverso, comprendiendo éste un lugar menos manejable pero más interesante, más rico. Balbucía aún en esa zona nueva para mí y por eso no entendía aquel informe de caligrafía desconoci­da. Como un recién nacido que contempla por primera vez a su madre, observé tembloroso mi futuro, aunque en ese momento no lo sabía. Tomé una pequeña libreta de piel marrón que encontré en el cajón y en la que no había reparado antes. Revisé a conciencia para cerciorarme de su vaciedad absoluta: todas sus hojas estaban en blanco tanto por el anverso como por el reverso. Transcribí la frase del folio a la libreta con el mismo rotulador. Las dos líneas se convirtieron en tres aunque su contenido pasó intacto a pesar del viaje que lo maximiza­ba. Guardé la libreta junto al rotulador en el bolsillo de la chaqueta que colgaba del perchero, de aluminio con brillo opaco, regalo de mi mujer, y pensé que aquel cadáver neutro de piel tostada, carne de celulosa y alma en ciernes de tinta, había salido del cajón para vincularse a mí y ayudarme, al menos, durante algún tiempo. Me quedé mirando el perchero momentánea­mente y de pronto caí en la cuenta de que mi despacho estaba lleno de regalos de cumpleaños. Me bastó un corto recorrido con la mirada sobre la mesa para descubrir una pluma de plata, un ataché de piel de venado, un pisapapeles de caoba que represen­taba un elefante con la trompa levantada, y una pequeña escultu­ra de hierro y cemento que desafia­ba las leyes de la gravedad ocupando la esquina más alejada. Más allá de la mesa continuaba encontrando elementos que conmemora­ban años de mi vida y de mi trabajo: el citado perchero, una planta tropical de aspecto brutal de más de dos metros de altura que conocí cuando apenas medía un palmo, varios marcos de fotos recordándome que no estaba solo en el mundo, una lámpara de pie halógena, verde óxido, que nunca encendí; y el último descansaba dentro del bolsillo de la chaqueta, junto a la libre­ta, compartiendo el mismo espacio, un teléfono móvil que Petra me regaló el día de nuestro aniversario de bodas, hacía seis meses. Sólo recibía llamadas suyas, era comprensible, nadie más conocía el número.
La mañana fue tranquila en el banco y pude seguir pensando en el asunto de los regalos. Tras enumerar los que hallé entre las cuatro paredes de mi despacho traté de recordar otros. La tarea no fue fácil, pero después de algún esfuerzo llegaron a mi memoria dos: una colección de cintas de vídeo de la naturaleza y una bicicleta de montaña que nunca utilicé, al igual que la lámpara oxidada. Caí en una desazón metafísica al percatarme de estar limitado por un entorno físico, como si yo sólo pudiera ser defini­do por ese despacho. Lamenté que cerca de doblar la  última esquina de la madurez no hubiese sido capaz de darme cuenta de esa realidad. Hubiera querido que en ese momento sonara el teléfono móvil con su previsible interlocutor, o el subdelegado llamara a la puerta reclamando mi presencia, o escuchar por el interfono la voz de mi secretaria con ese acento entre meloso y danzón, para que la perturbación me sacara de una situación que empezaba a no gustarme. Los elementos parecían confabulados para abandonarme a mi íntimo pensamiento y a una reflexión inevitable sobre la vida pasada, que es aquella que más claramente es capaz de demostrarnos lo estúpidos que somos.
Vencido sobre la mesa sentí mis dedos evolucionar sobre el teclado del ordenador. Al tiempo, en la pantalla, iban apare­ciendo letras que se unían en palabras, y palabras que a su vez se dispo­nían perfectamente para constituir con rapidez un mensa­je: "La vida del hombre se desarrolla en un mundo real simple de pensamientos complejos". Con una sorpresa controlada transcribí el texto a la libreta y borré la pantalla. Me estiré con el rotulador en la mano y recorrí mis brazos con la mirada, y ese gesto dirigido hacia mi mismo hizo que me sintiera bien por primera vez en la mañana.
Hubo de pasar aún algún tiempo hasta que algo interrumpiera aquel acto de soledad.
  —Don Pablo, ¿quiere que le lleve su café? Son las once y veinte y como usted siempre lo toma a las once...
La voz de Lucía en trance de disculpa sonó metálica pero sin perder su ritmo ni su cadencia, era una voz profesional.
  —Hoy no tomaré café.
  —¿Está seguro? Siempre dice usted que no puede pasar la mañana sin él.
Los ritos, las costumbres, o sea, la rutina, dotan a la vida de un sentido de satisfacción, de plena aceptación, de seguridad. Corroboran nuestro triunfo sobre la incertidumbre de los hechos, y nos marcan el camino hacia una vida sosegada a la que hemos ido llegando a través de logros personales. Por eso cuando uno mira su despacho y ve un cuarto repleto de muebles y libros, lámparas y cuadros, el sillón marrón de amplios apoya­brazos de cadáver animal sobre el que se sienta; ve definitivamente objetos cana­llas que muestran su presencia con la hostilidad que sólo las cosas inanimadas son capaces de conseguir para componer, con una perfección absoluta, la esencia misma de lo ajeno. Cuando uno mira a su alrededor y ve eso debe de saber inmediatamente que lo primero que tiene que eliminar son los gestos rutinarios, antes que las cosas.
  —Hoy no tomaré café, gracias.
Me quedé de nuevo solo en aquel lugar extraño. Se había hecho un silencio relativo tras la conversación con mi secreta­ria y ese vacío invitaba a la observación, a una observación interpretativa. La habitación en la que me encontraba, vista objetivamente, rebosa­ba buen gusto en general. El suelo de madera combinaba perfectamente con el color albero de las paredes y con los muebles. Los cuadros, armoniosamente colocados, evitaban el desasosiego que una pared vacía despierta en una persona ordena­da, y desempeñaban su función decorativa. Todos los elementos, en suma, cumplían a la perfección el cometido para el que fueron creados. Incluso yo parecía haber sido concebido para formar parte del conjunto. Se me hacía, por tanto, difícil determinar el motivo por el cual aquel lugar había comenzado a hostigarme. El día anterior había trabajado hasta tarde en aquel mismo despacho sin haber notado nada. La verdad es que siempre me había gusta­do, lo creía acogedor y elegante, el resulta­do de un relativo éxito profesional, el envoltorio material de mi cuerpo y a la vez, el refugio de mi alma. Hasta el día anterior así fue, y había empezado a dejar de serlo justo en el momento de recibir el primer mensaje. Aquellas líneas eran pues las causantes, las detonantes, más bien, de un prodigio que escapaba a mi racioci­nio. La mañana comenzaba a pesarme demasiado y deseé que acabara cuanto antes, pero el reloj me sugirió que el tiempo no hace excepciones con nadie y me mostró, en su simple arquitectura, mi futuro más próximo y su duración exacta.
Me arrepentí de no haber tomado el café y estuve tentado de pedírselo a mi secretaria, pero al final no lo hice. En su lugar encendí un cigarrillo y lo fumé lentamente. El humo llegaba a la boca y permanecía allí hasta que necesitaba respirar, entonces aspiraba profundamente la niebla estancada mezclada con oxígeno y sentía cómo el conjunto atravesaba mi garganta, continuaba por los bronquios e invadía los pulmones. Aquel humo dejó en mi boca el sabor acre de mi primer cigarro y la sensación de sequedad, el pálpito del furtivismo adolescente. La última calada, apurada hasta el filtro, la sentí muy lejana en mi memoria, y la última exhala­ción pareció expulsar algo más que el humo de mi interior. Con un gesto rescatado del pasado arrojé la colilla con destre­za, descri­biendo una parábola perfecta para que quedara alojada en la parte alta de la lámpara de pie. El desasosiego parecía haber desapareci­do y poco a poco fui recuperando el control de la situación. La mañana no debía ser mejor o peor a otras muchas como ella. La angustia de momentos antes la atribuí a problemas físicos más que a influencias de conciencia. Olvidé la libreta, reacomodé la idea de los regalos y el despacho volvió a ser el mismo lugar tranquiliza­dor que había sido siempre. Mi triunfo ante los hechos ocurridos me reportó un deseo de trabajo que activó hasta la última fibra de mi cuerpo y anuló mi recuerdo, confundiendo en el acto un signo de debilidad con un inespera­do y súbito hálito de energía.
Salí de mi despacho y recorrí la sucursal con la mirada del que busca la pincelada precisa para determinar en un cuadro su autor. Todo parecía perfecto, la música intencionadamente baja del hilo musical que cumplía la función de eliminar el ruido insoporta­ble del silencio absoluto, el mármol ambarino combinado con el cristal de seguridad para formar la barrera ideal entre el deseo y la necesidad. Lucía fue la primera persona que detec­tó mi presen­cia, y con un gesto firme pero medido le indiqué con la mano que lo que tuviera que decirme podía esperar, antes tenía que cerciorarme de que mi triunfo sobre la conciencia era total. Curioseé sin ser visto, a través de las persianas, el interior del despacho de Luis, mi subdelegado, y le vi volcado sobre la pantalla del ordenador en su típica actitud de animal acechante y, aparte de su brillante coronilla, nada me llamó la atención. Abrí la puerta de seguridad y anduve por la zona reservada a los clientes. Recorrí el espacio lentamente, con el temor absurdo de descubrir algo que no aceptara mi presencia o que ese algo no fuera aceptado por mí. Como era lógico mi paseo había despertado un cierto interés en los empleados; sus ojos me seguían a cada paso y creí notar algo más que curio­sidad en sus miradas. Me pareció que en aquellos momentos sus ojos expresaban sorpresa y una cierta reserva, la misma que tenemos ante el desconocido que vemos por primera vez. Aquel hecho fue lo único inquietante que descubrí tras la inspección del que había sido mi lugar de trabajo durante quince años. Mi pasado estaba allí, mi presente también y, con toda seguridad, mi futuro.
Volví a mi despacho y revisé los informes que me había llevado Lucía. El cometido no me llevó más de una hora, transcu­rrida la cual me encontré de nuevo contemplando la niebla gris blanquecina de mi cigarro. Fumé con lentitud, pero esta vez no me supo más que a humo alquitranado y a papel quemado.
De pronto se abrió la puerta y apareció el traje azul de Luis, y dentro, el propio Luis. Parecía nervioso. No era un hombre corpulento, pero una estructura ósea excesivamente ancha combinada con una chaqueta de hombros rectos le proporcionaban un volumen que no tenía. Luis trabajaba conmigo desde hacía más de ocho años. Su mujer y la mía se habían hecho grandes amigas a fuerza de encon­trarse en las aburridas fiestas que daba el banco. Habían sido muchas las veces que habían venido a cenar a casa y también numerosas las ocasiones en que Petra, los niños y yo habíamos pasado el fin de semana en su casa de la sierra, cerca de Guadalaja­ra. Podría decirse que nuestra relación trascendía a la propiamen­te laboral, incluso llegamos a compartir ciertas intimidades acerca de nuestras mujeres, detalles íntimos que fuera de un contex­to de amistad podrían haberse interpretado de mal gusto. No recor­daba cuándo había empezado a verlo como a algo más que a un compañero de trabajo, tampoco sabía por qué de pronto había pasado a ser tan sólo eso. Cuando me miró directamen­te a los ojos tuve la impresión de que él experimentaba la misma sensación que los empleados de las ventanillas.
  —Pablo, creo que hay un fallo en el sistema.
Su flequillo se precipitó premonitoriamente sobre su frente cuando se apoyó sobre mi mesa y acercó su cabeza a la mía. Le vi más viejo que nunca, y las arrugas en su chaqueta delataban la vacuidad de la tela y la realidad de su contenido. Quizá era yo quien miraba de otra manera.
  —¿Cómo dices? —acerté a decir confiriendo a mi pregunta el grado de sorpresa esperado que curiosamente debí esforzarme en aportar.
  —Creo que es un fallo en la conexión telefónica o algo peor si cabe. Los terminales se han bloqueado, no se puede hacer ninguna operación y unos signos ilegibles ocupan las pantallas. Es un desastre.
Me abatí sobre el sillón alejándome de su rostro y realicé una pregunta obvia.
  —¿Has llamado a la Central?
  —Desde luego. Dicen que el problema es nuestro, que tenemos que cerrar hasta que se solucione. Eso venía a decirte, acabo de cerrar al público.
Asumí el acontecimiento que para Luis parecía devastador con una tranquilidad absoluta. No cabía duda de que el hecho era grave, pero su intensidad fue matizada por mí con un talante que, aparte de sorprenderme, me resultó muy grato. Actué sobre el teclado para comprobar el desastre, solicité un número de cuenta al azar y, en lugar de aparecer unos datos perfectamente alineados, irrumpieron en la pantalla unos signos que danzaban arbitrariamente sobre el lienzo azul de luz catódica.
  —Lo ves —gritó Luis a mi espalda y vi su rostro de gárgola catedralicia reflejado en la pantalla.
Las letras continuaron danzando durante unos instantes hasta que algunas de ellas comenzaron a tomar posiciones fijas. Poco a poco se fue componiendo en el centro de la pantalla un par de líneas que cobraban sentido y se hacían legibles. Luis parecía no verlo y seguía hablando sobre lo que se nos venía encima. Una frase terminó formándose en el centro de un caos de letras que giraban alrededor del mensaje. Señalé la pantalla con el dedo y Luis se acercó y calló de repente.
  —Menudo desastre, Pablo, menudo desastre.
Estaba claro que no veía más que una pantalla repleta de letras danzantes y estaba claro, por tanto, que el mensaje era sólo para mí. Con gesto de resignación tomé la libreta y ante la mirada contrariada de Luis anoté: "Hay que abandonar a todos cuantos nos rodean habitualmente para empezar de nuevo, al menos el tiempo necesario para que se produzca el hecho, sólo entonces podremos volver con ellos, si aún nos interesan".
Me resigné pues a la evidencia de los mensajes. Pensé en su significado total, no en su contenido parcial. Busqué su rela­ción absoluta conmigo. Mientras Luis ejercía de capitán tratando de salvar el barco de un naufragio, yo me limitaba a respirar dentro de un cuerpo confundido. Una angustia lejana me había invadido repen­tinamente y sentía una presión que evolucionaba de mi interior a mi exterior con un bullir de sensaciones añejas. Vibraba mi pecho por el latir acelerado del corazón y el cráneo retenía a duras penas un magma de pensamientos olvidados.
De vez en cuando Luis entraba y salía de mi despacho y me informaba, yo sólo prestaba una aten­ción puramente contemplativa. Una de las veces entró en mangas de camisa y con la corbata desabrochada, su rostro había pasado del blanco neutro al rosa comprometido, quizá fue intuición ver un gesto de triunfo.
  —Ya está.
  —Ya está, qué —respondí retirando con la mano una nube de humo.
  —Lo he logrado Pablo, el sistema funciona de nuevo.
Era normal que no me hiciera partícipe de un logro en el que no había tomado partido. Durante el caos no había salido del despacho, y me había limitado a interpretar distintos gestos y sonidos cada vez que Luis irrumpía en mi despacho. Recordé el tiempo en que yo fui subdelegado, entonces deseaba el puesto de director como quien desea la luna, y esa misma luna fue la que vi en sus ojos en ese momento.
  —Quiero inmediatamente un informe de lo sucedido.
Se le borró el satélite de la mirada y se retiró dócilmen­te. Había actuado de director a tiempo y había evitado una toma de posición compartida. En eso consistía mi trabajo fundamental­mente, en mantener las distancias y en pedir informes.
La mañana por lo demás transcurrió con un ritmo pastoso que cargó la atmósfera y confirió al entorno unas cualidades de lugar abandonado y remoto.
Encendí un cigarro y sonó el teléfono.
  —Pablo, ¿estás ocupado?
  —No —contesté a Petra saliendo de un estado crepuscular en el que empezaba a acostumbrarme a estar.
  —Han llamado tus padres. Quieren saber si iremos a verlos el fin de semana.
  —Petra.
  —Dime
  —¿Qué fue lo último que me regalaste?
  —¿Cómo?
  —Lo último que me regalaste, ¿qué fue?
  —Pero Pablo, ¿eso a qué viene? Te hablaba de tus padres.
  —Ya, pero contéstame primero esto —doté a la frase de un tono casi infantil, de súplica. Una pausa de silencio humano se creó entonces.
  —¿El último regalo... ? —Petra ganaba tiempo cuestionando de nuevo; nos sentimos culpables de lo olvidado. Sin esperar a mi afirma­ción completó la frase—... una pluma de plata, ¿es que ya no te acuer­das? Por tu cumpleaños.
  —Petra, después hablamos de mis padres, cuando llegue a casa lo hablamos, ahora tengo que dejarte.

Miré de nuevo el reloj y vi la jornada concluida. Cuando salí a la calle tuve la sensación de que el día se inauguraba para mí, y los rostros abocetados de la gente me confirmaron que la felicidad relativa se alimenta de rutina relativa. 


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     Prólogo del libro "Los herméticos"




 Sólo cuando duerme soy capaz de levantarme de la cama y huir del sudor espeso y el olor agrio que impregnan las sábanas. Deslizo los pies hasta el suelo y busco las zapatillas. En la oscuridad camino desnuda soportando el frío de madrugada, y tanteando con la yema de los dedos alcanzo el marco de la puerta y presencio, en penumbras, el salón que me espera. El cuero helado del sillón hiere mi piel, la aturde, la adormece, la eriza; hasta que al final es ésta la que recobra el mando y transmite su calidez para conseguir que la piel muerta y la viva compartan un mismo cuerpo, lo envuelvan y latan juntos. Recupero poco a poco la conciencia de las heridas y las lamo en la oscuridad esperando que hayan sanado por la mañana. Escupo mis manos, la saliva es el bálsamo curativo, el remedio para las tremendas llagas. Los dedos sanan mi mal hasta el punto de hacer que lo olvide, que crea que nunca existió. El cuerpo queda limpio de estigmas, de olores efervescentes y del recuerdo de presiones chatas y desordenadas: se libra al fin de la mentira.
 Empieza a amanecer.
 La luz vibra sobre mis manos y voluntariamente las calienta. Tomo entonces el libro oculto tras otros libros, lo oriento hacia la ventana y leo con la respiración contenida por el temor absurdo de poder despertarlo, con el miedo agarrado a las entrañas. Transpiro a cada paso de hoja y mis latidos resuenan en la estructura hermética que delimita mi existencia. Releo una y otra vez los párrafos señalados buscando sus secretos, descubriendo sus costuras. Intento comprender por qué me hacen temblar, por qué consiguen reproducir tan claramente sensaciones olfativas, auditivas, táctiles. Mi carne tiembla y se humedece por unos renglones marcados a lápiz. Unos gemidos ahogados y mordidos hasta la sangre dejan paso a la calma relativa de una mañana de domingo.

Tengo sueño.

Me recuesto sobre el sofá, arropada por los brazos de mil amantes imaginarios y cierro los ojos.

Amanece y yo me duermo. Hoy será otro día.


Se levantó satisfecho, con el pelo revuelto y el vientre hinchado. Manoseó su sexo y sonrió al notar en sus dedos el olor a esperma. No se sorprendió al encontrar a su mujer dormida sobre el sofá. Tomó el libro caído en el suelo. Un libro de mediano tamaño, de pastas negras. Lo abrió y leyó los párrafos subrayados. Contrariado volvió a rascarse el sexo y, evitando hacer ruido, dejó el libro en el suelo, en el mismo lugar exacto.

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