Un toro sin herrar recorre la
dehesa.
El bravo animal, negro zaino, saborea el aire con olor a olivos y encinas
mientras sacude la cornamenta con su robusto cuello.
A lo lejos ve una figura
acercarse y sus poderosos músculos se tensan.
El hombre lleva el paso sereno
y camina hacia él.
¿Quién me reta?, piensa la bestia, ¿quién osa invadir mi
territorio?
Nervioso levanta la testuz, resopla desafiante...
Nervioso levanta la testuz, resopla desafiante...
... y decide embestir.
De pronto le
llegan recuerdos y se detiene. Un paño rojo, un agudo dolor en el morrillo, el
acero que le atravesó el corazón.
El hombre se acerca al gran macho con respeto y admiración, pero sin miedo. Luego fija la vista en
el sol que se oculta, incendiando el horizonte y tiñendo el campo de color albero.
Con mano decidida acaricia la frente rizada del toro y susurra, “Ya estoy aquí querido amigo”.
Y el noble animal agacha la cabeza y humilla, porque sabe que está viendo a un
torero.
En memoria de Manuel Cuevas Castro,
mi padre.